miércoles, 28 de marzo de 2012

La culpa asesinada a sangre fría

Aquella noche helaba, sin embargo, las mujeres lucían sus largos y coloridos vestidos con suma elegancia. Se movían gráciles de un lado a otro, y el castillo de Chambord, ubicado a 14 kilómetros al este de Blois, se llenaba de murmullos, conversaciones animadas y música que resonaba en todas sus paredes.

Estaban allí todas las familias invitadas. Era el baile más importante del año; las mascaradas siempre prometían sorpresas. Mujeres que se atrevían a seducir detrás de sus antifaces, y caballeros que buscaban descubrir qué había más allá.

El salón del castillo relucía con el brillo de las enormes lámparas, unas majestuosas cortinas de seda roja caían en las ventanas, el suelo brillaba y el techo y las paredes tenían llamativos diseños pintados en color oro. 

Algunos retratos decoraban la habitación, y había unas cuantas sillas, a juego con las cortinas, para aquellos que no fueran a bailar.

Los elegantes carruajes se detenían junto a la puerta del castillo, y los empleados recibían a todos los invitados con una elegante reverencia que luego los conducía al salón principal.

Cuando la habitación estaba repleta de gente, la orquesta se preparó para el primer baile. Se formaron dos hileras, una de hombres y otra de mujeres, y comenzaron a bailar. Con un delicado primer paso, se abrió lugar a una coreografía rigurosa. Todos seguían el ritmo de la música y daban los pasos con exactitud. A veces aplaudían, otras, hacían resonar el suelo con sus zapatos.

Cambiaban las parejas, la gente sonreía, la música continuaba sonando y todos parecían ir al ritmo del agitado baile, excepto uno de los invitados.

Rezagado en una de las esquinas del salón, estaba Frédéric Goncourt, un hombre alto y apuesto, con un disfraz de pierrot, que iba a juego con su rostro maquillado de blanco. Sostenía la cabeza entre las manos, y su pelo castaño le caía desordenado hacia delante.  

Cuando Diane miró a aquella esquina, inmediatamente dejó de bailar. Aunque no podía ver los brillantes ojos de Frédéric, sabía que era él. Podía reconocerlo sin importar la distancia que los separara.

Diane tenía sólo 16 años, pero su madre una vez le había dicho que Frédéric era el hombre para ella, y desde entonces, no había podido sacarse la idea de la cabeza. Aquella noche lucía un elegante vestido color rosa pálido y detalles blancos. Su larga cabellera rubia estaba recogida con una flor a juego con su vestido, y una pieza única adornaba su cuello delicado. Los ojos le brillaban por la esperanza de estar con Frédéric; estaba segura de que lo conquistaría en aquel baile.

Caminó hacia él, con pasos llenos de gracia, mirando coqueta a través de la máscara con sus ojos azules. Ensayaba en su cabeza una y otra vez las palabras.

“Buenas noches, Frédéric” – le dijo suavemente, y acompañó su saludo con una reverencia.  

Él levantó la cabeza y dirigió su mirada hacia ella. Diane era la única capaz de quitarle todo el dolor y la culpa que sentía. Sus inmensos ojos azules lo invadieron de calma, se sintió renacer.

“Buenas noches” – respondió. “¿Qué ocurre que no estás bailando?” – le preguntó con una leve sonrisa en los labios.

Diane pudo sentir como sus mejillas se sonrojaban; pensó en decirle que lo único que quería era bailar con él alguna pieza, que no podía dejar de mirarlo a la distancia y que al fin había reunido el valor suficiente para acercarse a él y saludarlo.

“¿Qué ocurre que tú no estás bailando?” – dijo ella evadiendo la pregunta, y quitándose el antifaz que cubría su rostro.

Él la miró con detalle, seducido por la delicada línea de su sonrisa, cautivado por el brillo enigmático de sus ojos, y dejó que las palabras fluyeran de sí: “¿Me concederías esta pieza?” – dijo al tiempo que estiraba su mano para recibir la de ella.

Diane posó sus dedos con delicadeza sobre los de Frédéric y ambos caminaron a la pista de baile.

No dejaban de mirarse fijamente, y sus pasos iban al son de la música. Tras cada movimiento, una bocanada de aire impregnado con el dulce aroma de Diane quedaba flotando en el aire, y Frédéric hacía lo posible por conservar cada nota de aquella esencia en su memoria. Esos momentos le parecían maravillosos, le recordaban que valía la pena vivir.

Bailaron muchas canciones, un baile tras otro, y cuando por fin la orquesta se decidió a tocar la canción favorita de Frédéric, él decidió que era el momento indicado.

“Diane…” – comenzó diciendo, pero sus intenciones de hablar se vieron interrumpidas por gritos alarmados dentro del salón. Alguien había irrumpido en el baile montado en su caballo y blandiendo una espada.

“Pagarás por lo que has hecho” – gritó el hombre sobre el caballo, dirigiéndose a Frédéric. Él sabía precisamente de quién se trataba; no necesitaba ver su rostro para adivinarlo, y también conocía de antemano los cargos por los cuales lo estaban culpando. Aquella noche debía morir, o volver a matar.

Se bajó del caballo de un salto, y al sacarse su máscara, causó gran impresión en todos los presentes. Era Jacques, el hermano mayor de Frédéric.

“¿Qué está pasando?” – preguntó Diane con el rostro desfigurado por la impresión. Estaba asustada y confundida. Quería refugiarse en los brazos de su amado, pero aquella situación lo involucraba a él también.

Ocurrió lo que ella tanto temía. “¡Toma tu caballo y sígueme por el bosque!” – le dijo Jacques a su hermano, “Esta noche pagarás por haber asesinado a nuestra madre”.

Se escuchó un grito ahogado en toda la habitación, seguido de un murmullo incesante. Frédéric se alejó de Diane sin decir una palabra, y montó su caballo negro para salir a aquella fría noche de invierno y lanzarse en una batalla a muerte con su hermano mayor.

Galoparon hasta que se habían alejado lo suficiente de la fiesta. Se encontraban perdidos entre los 14 kilómetros de bosque que rodeaban el castillo de Chambord.

Entre insultos y frases entrecortadas por la rabia, Jacques se bajó de su caballo. Tenía 26 años, se parecía mucho a su hermano, pero era un poco más alto y musculoso. Lucía un disfraz, como si alguna vez hubiese tenido la intención de ir al baile.

Desenvainó su espada, y Frédéric le siguió. Inmediatamente, y sin pensarlo, se batieron a duelo. Se oía con nitidez el choque de los metales, y Jacques no dejaba de gritar. Guiado por la rabia, sus movimientos eran mucho más rápidos y acertados que los de Frédéric.

Parecía que el hermano menor estaba dispuesto a morir. Aquella tarde había envenenado a su madre sin piedad. Ahora, tal vez se arrepentía, y veía la muerte como el único castigo que podría liberarlo de la inmensa culpa que sentía.

No sabía por qué lo había hecho, ni siquiera sabía por qué seguía luchando si él mismo sentía que debía morir. Claire siempre había sido una mujer maravillosa, la mejor madre que pudo tener, y él estaba consciente de ello, pero todo había ocurrido en un momento de arrebato, y no había tenido la suficiente hombría como para confesarle a su hermano lo que había hecho. Escondió el cuerpo de su madre en el armario, y antes de cerrarlo, le cubrió con sus ropas los ojos aún abiertos que parecían preguntarle el motivo de aquel asesinato.

Sumido en sus pensamientos, casi no alcanzó a notar cuando Frédéric lo atravesó con su espada afilada. 
Aunque la herida no había sido en su corazón, no tardaría en morir desangrado.

Escuchó que algunos carruajes llegaban al lugar donde se encontraban, pudo oír también los gritos de Diane, que le rogaba desde la lejanía que tuviera fuerzas, que no la dejara. Sintió cómo su mejor amigo, Loic, lo levantaba del suelo. Y otros dos asistentes al baile, a quienes no pudo reconocer, lo ayudaban en vano.

“Jamás podré perdonarte”, dijo Jacques, y eso fue lo último que Frédéric alcanzó a oír antes de que su corazón dejara de latir. Aquella noche se llevaba a la tumba el amor, la esperanza y la culpa.

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